Se llamaba Horacio, siempre al filo del peligro, vendiendo cacahuates japoneses en plena vía pública en el carril de alta, dos bolsitas por $3. Y no faltaba quien pusiera las intermitentes y bajara la velocidad a menos de 10 km/h y comprara dos bolsitas por $3.
Todos los días, religiosamente desde las 8 de la mañana aparecía Horacio, con su bolsotota de papel estrasa bien agarrada y todas las bolsitas de cacahuate japonés adentro, como chistera de mago. Inagotables esas bolsitas. Veces más, veces menos, pero vendía. Libraba bólidos mecánicos de todos modelos, 1985, 1973 y del año. Nunca faltaba quien con el vidrio abajo pasara y le gritara: “pinche pendejo, te van a dejar como calcomanía” o “ahhh verdá puto, no que no te quitabas”.
Llegadas las 19:30 hrs, Horacio cruzaba a toda prisa y sin fijarse toda la avenida para brincar la contención y llegar a la acera donde las calles se volvían de baja velocidad y relativamente el peligro de ser arrollado bajaba considerablemente. Pero tenía que pasar, jugar todos los días a la ruleta rusa, por honor a la ley de probabilidades tiene que llegar el día que te toque el premio mayor. Era sábado, 19:30 hrs, cruzó a toda velocidad la avenida, sin fijarse, como cada día laboral, así de pronto sólo se escuchó un tronido, un chasquido seco, humo, sonidos raros de fierro torcido, agua hirviendo con aceite y un grito. Solo uno. Cuando los curiosos se acercaron al lugar y uno que otro chismoso detuvo su auto para bajar a enterarse qué pasó más por morbo que por buen samaritano, se fue disipando de a poco esa niebla olorosa y densa. Y ahí estaba, una camioneta Chevrolet modelo 2003, con el cofre hundido y los faros apagados y reventados. En el interior, una mujer blanca que era morena sujetando el volante como si fuera a irse, con la mirada perdida hacia el frente y con la mente en blanco.
No se sabía que había pasado. La mujer se bajó a los minutos cuando se oyó la sirena arribando al lugar. El policía tomó nota del accidente, hizo las preguntas de oficio y por radio pidió dos grúas.
Nadie preguntó por Horacio, ni los morbosos, ni los chismosos, tal vez porque no sabían que se llamaba Horacio. Los cacahuates japoneses de dos por $3 estaban regados y sueltos sobre el asfalto, ya sin forma de venderlos a falta de saber cuántos cacahuates caben en una bolsita. Metros más adelante por el impacto, estaba el cuerpo de Horacio con su pelito pinto por todo el cuerpo, con los dientes raspando el suelo, mordiendo el polvo si convenientemente se puede decir. No había sangre. Raro, muy raro, cierto, sólo había un gran charco de leche, como si el susto le hubiera aflojado el esfínter de las ubres.
Ese sábado a las 19:30hrs quedó acentado en el informe. Habían atropellado en circuito interior a la altura de Chapultepec a la única vaca vendedora de cacahuates japoneses que he conocido. Raro, muy raro, cierto. Mira que llamarse Horacio.
Todos los días, religiosamente desde las 8 de la mañana aparecía Horacio, con su bolsotota de papel estrasa bien agarrada y todas las bolsitas de cacahuate japonés adentro, como chistera de mago. Inagotables esas bolsitas. Veces más, veces menos, pero vendía. Libraba bólidos mecánicos de todos modelos, 1985, 1973 y del año. Nunca faltaba quien con el vidrio abajo pasara y le gritara: “pinche pendejo, te van a dejar como calcomanía” o “ahhh verdá puto, no que no te quitabas”.
Llegadas las 19:30 hrs, Horacio cruzaba a toda prisa y sin fijarse toda la avenida para brincar la contención y llegar a la acera donde las calles se volvían de baja velocidad y relativamente el peligro de ser arrollado bajaba considerablemente. Pero tenía que pasar, jugar todos los días a la ruleta rusa, por honor a la ley de probabilidades tiene que llegar el día que te toque el premio mayor. Era sábado, 19:30 hrs, cruzó a toda velocidad la avenida, sin fijarse, como cada día laboral, así de pronto sólo se escuchó un tronido, un chasquido seco, humo, sonidos raros de fierro torcido, agua hirviendo con aceite y un grito. Solo uno. Cuando los curiosos se acercaron al lugar y uno que otro chismoso detuvo su auto para bajar a enterarse qué pasó más por morbo que por buen samaritano, se fue disipando de a poco esa niebla olorosa y densa. Y ahí estaba, una camioneta Chevrolet modelo 2003, con el cofre hundido y los faros apagados y reventados. En el interior, una mujer blanca que era morena sujetando el volante como si fuera a irse, con la mirada perdida hacia el frente y con la mente en blanco.
No se sabía que había pasado. La mujer se bajó a los minutos cuando se oyó la sirena arribando al lugar. El policía tomó nota del accidente, hizo las preguntas de oficio y por radio pidió dos grúas.
Nadie preguntó por Horacio, ni los morbosos, ni los chismosos, tal vez porque no sabían que se llamaba Horacio. Los cacahuates japoneses de dos por $3 estaban regados y sueltos sobre el asfalto, ya sin forma de venderlos a falta de saber cuántos cacahuates caben en una bolsita. Metros más adelante por el impacto, estaba el cuerpo de Horacio con su pelito pinto por todo el cuerpo, con los dientes raspando el suelo, mordiendo el polvo si convenientemente se puede decir. No había sangre. Raro, muy raro, cierto, sólo había un gran charco de leche, como si el susto le hubiera aflojado el esfínter de las ubres.
Ese sábado a las 19:30hrs quedó acentado en el informe. Habían atropellado en circuito interior a la altura de Chapultepec a la única vaca vendedora de cacahuates japoneses que he conocido. Raro, muy raro, cierto. Mira que llamarse Horacio.
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