Cara o cruz, un as bajo la manga, un número al azar, unos ojos que te
encuentran por casualidad, una boca que te pronuncia, una moneda en tu camino, un
autobús que te deja, una cita a la que no llegas.
La suerte te toca, de vez en cuando, para bien o para mal, te toca. La
suerte es una puta impredecible que cambia de esquina según el cliente. Y llega
el día que te toca, la seduces sin saberlo y sin despedirse, se va. Esa es la
suerte.
Imposible detenerla, imposible manosearla cuando quieras. No le sabes
el nombre ni el apellido, no le sabes el disfraz, le conoces poco y por eso,
poco dura a tu lado.
Ella te sonríe. Tú no sabes hacerlo. Eres malagradecido, eres
soberbio, eres humano.
La suerte te toca muy despacio, con complacencia y sigilo te avisa que
va quedarse a dormir, que va quedarse para que le hagas el amor. Y tú sin tacto
y sin ojos, la ultrajas, la laceras, la sometes. A la mañana siguiente, nada,
lo de siempre. Se ha ido, sin dejar avisos, sin una nota, sin un teléfono a
donde llamar.
No es que la suerte se haya olvidado de ti, tú te olvidaste de ella, sin
embargo no es rencorosa, y sabes que va volver aunque no sepas cuando.
La próxima vez, que te queda claro algo: de la suerte no se abusa.
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